martes, 28 de febrero de 2012

La última ejecución de Jorge González


Una tarde cualquiera. Jorge González, 58 años, sin prisa, pero con miedo preparó los detalles de su muerte. Era el último día de su azarosa y atípica vida. Compró un pollo en el mercado negro y en la shopping un paquete de café Cubitas.

Al mediodía se puso su mejor ropa. Una camisa de cuadros rojos y violetas, regalo de su única esposa, y un pantalón de algodón, viejo y usado, años atrás comprado en un mercadillo de Addis Abeba, mientras cumplía su servicio militar en Etiopía, como francotirador de tropas de élite.

Había almorzado como nunca. Arroz con pollo con todas la de la ley, y hasta se permitió dos copas de vino Fortín. Se miró al espejo y se encomendó al Señor. Amarró una soga gruesa en la vieja lámpara de hierro de la sala y se la puso al cuello.

Cuatro días más tarde, la policía abrió con un hacha la puerta. Ya el cadáver presentaba síntomas de descomposición.

Jorge González había sido verdugo. Uno de los encargados de administrar las penas de muerte decretadas por el Estado. Según en el 2000 me contara, fusiló a más de veinte personas. Violadores, asesinos y algún que otro "traidor a la patria".

Se licenció de las fuerzas armadas y estuvo recluido en hospitales psiquiátricos. Su esposa lo abandonó, aburrida de este tipo bajo y calvo, que se pasaba las mañanas leyendo como un poseso, y por las noches despertaba bañado en sudor y gritando.

Cuando esto sucedía, permanecía más de dos horas sentado en un sillón, sin dirigir una sola palabra. Con la vista fija en el mar azul intenso que se divisaba desde su balcón. Probablemente, la última imagen que atrapó antes de morir fueran las quietas aguas del Oceáno Atlántico.

Yo conocí a Jorge González. Hace diez años le dediqué una crónica, El llanto del verdugo. De su suicidio supe después. El delirio lo había perturbado. Fue su última ejecución.

Iván García

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